¿Alguna vez te ha pasado que estás en un lugar y sientes una especie de fuerza que te envuelve? A mí me ha pasado en contadas ocasiones, como en Canaima o en New York… y me pasó en Ubud, la capital artística y cultural de Bali. No hace falta que estés haciendo o visitando nada en específico, simplemente tienes la sensación de que algo maravilloso está ocurriendo todo el tiempo.
Estando en Ubud tienes todas las opciones el mundo: visitar arrozales o templos (probablemente las imágenes más comunes en las postales y revistas), ver danzas tradicionales, caminar hasta encontrar una cascada recóndita, ir de compras o tomar algo en un café con un diseño que ni en Europa habrás visto… y también todos los extremos. Porque sí, hay muchísimos turistas, pero tampoco es difícil estar en un lugar donde seas el único visitante. Hay templos donde no podrás ni caminar y otros donde tus pasos son el único sonido que escucharás. Arrozales que aparecen en todas las fotos de los instagrammers y unos que no tienen ni nombre, platos con precios de lujo, frutas fresquísimas por unos pocos céntimos.
Amé este lugar porque estimulaba los sentidos, porque disfrutaba cada momento. Cada recorrido en moto pasando templo tras templo, mirar al cielo y verlo lleno de cometas (mejor aún en la noche, porque a muchas les ponen luces de colores y es todo un espectáculo), el olor a incienso, a madera quemada, a todo quemado, el exceso de tener todo lo que quieras y a la vez la simplicidad de que no haya nada y a donde quiera que mirabas, sonrisas… siempre las sonrisas. Ubud es mágico.